Hará apenas un par de semanas discutía con amigos las razones de la actual popularidad del vampiro en el cine, una popularidad que no se limita a la ubicuidad del fenómeno Twilight, a las cuatro temporadas (y contando) de True Blood o al año ininterrumpido de proyecciones de Låt den rätte komma in (Déjame entrar, 2008) en la Cineteca Nacional. En algún episodio de Horroris Causa hemos hablado ya del imperecedero, eterno atractivo del chupasangre en la cultura popular: de su vocación como figura de la transgresión más absoluta, aquella que trastoca el orden natural de las cosas, de la vida y la muerte hasta el sexo y la procreación. «Dormir de día, divertirse de noche,» rezaba la publicidad de The Lost Boys (1987), auténtico credo del vampiro moderno. «Nunca envejecer, nunca morir.» ¿Qué es el vampiro, sino la encarnación de límites que no deberían de ser cruzados?
Por supuesto, es difícil encontrar evidencias de esa vocación transgresora en vampiros como Edward Cullen, en el Louis de Interview With the Vampire (1994) o, para el caso, en el propio Drácula según la versión de Francis Ford Coppola, vampiros azotados que parecerían haber olvidado aquello de que «es divertido ser un vampiro». Cuestionado sobre la celebridad de los vampiros pergeñados por Stephenie Meyer para sus novelas —que parecerían avalar agendas tan reaccionarias como la exaltación de la abstinencia sexual, y la proscripción del sexo premarital—, la respuesta me pareció tan evidente como paradójica: lo popular no es el personaje, el vampiro; lo realmente atractivo —y lo que vende ejemplares, y entradas— es el subtexto del personaje, y la agenda que avala dentro de su contexto. Del Nosferatu (1922) de Murnau como alegoría de la peste y los horrores de la posguerra a la ya mencionada The Lost Boys —en donde el vampiro se revela, y se rebela también, como la peor pesadilla de cualquier baby boomer, la literalización de la prole como juventud extraviada—, el vampiro no hace sino reflejar el mundo a su alrededor.
Y es que el monstruo es siempre —por definición y por necesidad— proteico, y mutable.
Es aquí donde una película como Stake Land (Tierra de vampiros, 2010) resulta una bienvenida adición al sangriento canon del vampiro cinematográfico. En la película, dirigida por Jim Mickle, el mundo se ha convertido en un páramo desolado en el que los chupasangre son tan sólo uno más de los problemas a que se enfrentan los sobrevivientes en su búsqueda de un refugio, de un lugar en donde continuar con sus vidas. Más cercanos a los infectados de I Am Legend (2007) que al aristócrata decadente pero refinado al que estamos acostumbrados, los vampiros de Mickle —co-guionista de la cinta, y responsable también de la muy estimable Mulberry Street (2006), aún otra variación sobre el tema— han perdido todo rastro de inteligencia o personalidad, convirtiéndose en simples bestias que no viven —es un decir— más que para alimentarse. Son la voracidad encarnada.
Es preciso recordar que vampiros y zombies modernos tienen un ancestro común en el ghoul del folclor arábico, así como en el revenant de la Europa medieval: ambos eran considerados no-muertos, cadáveres reanimados que merodeaban en las cercanías de tumbas y cementerios, alimentándose de los vivos y aterrorizando a la comunidad. Los vampiros de Stake Land perecerían así más cercanos al zombie concebido por George A. Romero en Night of the Living Dead (1968) —a su vez una adaptación libre de Soy Leyenda, de Richard Matheson—, otro monstruo hoy muy en boga y de cuya popularidad dan cuenta filmes como Zombieland (2009), el remake the Dawn of the Dead (2004) o la exitosa serie The Walking Dead.
Y sin embargo, como argumenta Roger Ebert en su crítica de la cinta, los vampiros de Stake Land son acaso el MacGuffin de la película, un mero recurso argumental necesario para mantener la trama en movimiento. En esta tierra de nadie —al igual que en cualquier película de zombies que se precie de serlo—, el verdadero monstruo es el hombre mismo, así como las instituciones que éste ha creado para legitimar el poder que ejerce sobre otros. Una crítica a la ultraderecha religiosa en los Estados Unidos, la milicia fundamentalista conocida como La Hermandad tiene en su líder, Jebedia Loven (Michael Cerveris) al auténtico villano de la película, un fanático que ve en la plaga vampírica ya no el proverbial castigo de Dios, sino la excusa para mantener el control sobre esta nación dividida por el miedo al otro, y dispuesta a rendir sus libertades más básicas en aras de una supuesta seguridad.
Ya lo dijo Guillermo del Toro: por cualquier lugar que empieces, el vampiro es bueno. Ya sea como proyección de los miedos y deseos de una juventud que encuentra en la abstinencia un refugio frente al desamor, a embarazos no deseados y enfermedades de transmisión sexual —el caso de Twilight— , o como expresión de conflictos económicos, políticos o sociales, el vampiro habrá de seguir constituyendo el reflejo de la sociedad que lo ha engendrado… aunque esta no termine de encontrarse en ese espejo.
—Antonio Camarillo