Próxima parada: Sitges 2012

Próxima parada: Sitges, Festival de Cinema Fantástico de Cataluña. Escribo esto mientras veo pasar los campos a las afueras de Barcelona, montado en este Tren Fantástico que me lleva al primer día de actividades del festival—y, específicamente, a la proyección de American Mary, la nueva película de las hermanas Soska (Dead Hooker in the Trunk. Francamente, dudo conseguirlo: la proyección es en 15 minutos.

Y es que sí, tiempo es lo que habrá de faltarme aquí: tiempo para correr de un lado a otro de Sitges y tiempo entonces para escribir al respecto. Este blog habría de nacer hace exactamente un año, animado por mi primera visita al festival y la necesidad de compartir mis aventuras en éste—algo que terminaría haciendo en la página web de Cine PREMIERE. Y es que, con la cantidad de películas que quería ver—la cuenta total sería de 41 a lo largo de 10 días de festival, un récord personal—no había demasiado tiempo que dedicarle al asunto. O veía cine, o escribía acera de él.

De esto ha pasado ya un año. Regreso a Sitges acreditado, de nuevo, por Cine PREMIERE, pero haciendo la cobertura de diario para mi otra casa, la que está embrujada: la página de MÓRBIDO, Festival Internacional de Cine Fantástico y de Terror. Espero reportar algunas cosas para SAE Institute, la escuela en la que doy clases. Y, sí, espero también hacerme el tiempo para dedicarle a este blog, que vaya que ha estado abandonado todo este tiempo. Y es que hay tanto por compartir: películas como Cosmopolis, de Cronenberg, y el debut de su hijo Brandon, Antiviral; lo nuevo de mi amigo Adrián García Bogliano, Ahí va el diablo, y The ABCs of Death y V/H/S, cosas que han estado haciendo ruido. Mucho cine independiente, y cine asiático y cine de todos lados—más de 250 películas, y la oportunidad de romper mi récord.

Y sí, la oportunidad de arrancar con American Mary, que comienza en unos minutos. Ya se enterarán si lo conseguí o no. Pero lo cierto es que esto apenas comienza, y nos quedan todavía 10 días para ver cine y, sí, para escribir sobre ello.

Aquí nos leemos.

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En tierra de vampiros… el zombie es rey

Hará apenas un par de semanas discutía con amigos las razones de la actual popularidad del vampiro en el cine, una popularidad que no se limita a la ubicuidad del fenómeno Twilight, a las cuatro temporadas (y contando) de True Blood o al año ininterrumpido de proyecciones de Låt den rätte komma in (Déjame entrar, 2008) en la Cineteca Nacional. En algún episodio de Horroris Causa hemos hablado ya del imperecedero, eterno atractivo del chupasangre en la cultura popular: de su vocación como figura de la transgresión más absoluta, aquella que trastoca el orden natural de las cosas, de la vida y la muerte hasta el sexo y la procreación. «Dormir de día, divertirse de noche,» rezaba la publicidad de The Lost Boys (1987), auténtico credo del vampiro moderno. «Nunca envejecer, nunca morir.» ¿Qué es el vampiro, sino la encarnación de límites que no deberían de ser cruzados?

Por supuesto, es difícil encontrar evidencias de esa vocación transgresora en vampiros como Edward Cullen, en el Louis de Interview With the Vampire (1994) o, para el caso, en el propio Drácula según la versión de Francis Ford Coppola, vampiros azotados que parecerían haber olvidado aquello de que «es divertido ser un vampiro». Cuestionado sobre la celebridad de los vampiros pergeñados por Stephenie Meyer para sus novelas —que parecerían avalar agendas tan reaccionarias como la exaltación de la abstinencia sexual, y la proscripción del sexo premarital—, la respuesta me pareció tan evidente como paradójica: lo popular no es el personaje, el vampiro; lo realmente atractivo —y lo que vende ejemplares, y entradas— es el subtexto del personaje, y la agenda que avala dentro de su contexto. Del Nosferatu (1922) de Murnau como alegoría de la peste y los horrores de la posguerra a la ya mencionada The Lost Boys —en donde el vampiro se revela, y se rebela también, como la peor pesadilla de cualquier baby boomer, la literalización de la prole como juventud extraviada—, el vampiro no hace sino reflejar el mundo a su alrededor.

Y es que el monstruo es siempre —por definición y por necesidad— proteico, y mutable.

Es aquí donde una película como Stake Land (Tierra de vampiros, 2010) resulta una bienvenida adición al sangriento canon del vampiro cinematográfico. En la película, dirigida por Jim Mickle, el mundo se ha convertido en un páramo desolado en el que los chupasangre son tan sólo uno más de los problemas a que se enfrentan los sobrevivientes en su búsqueda de un refugio, de un lugar en donde continuar con sus vidas. Más cercanos a los infectados de I Am Legend (2007) que al aristócrata decadente pero refinado al que estamos acostumbrados, los vampiros de Mickle —co-guionista de la cinta, y responsable también de la muy estimable Mulberry Street (2006), aún otra variación sobre el tema— han perdido todo rastro de inteligencia o personalidad, convirtiéndose en simples bestias que no viven —es un decir— más que para alimentarse. Son la voracidad encarnada.

Es preciso recordar que vampiros y zombies modernos tienen un ancestro común en el ghoul del folclor arábico, así como en el revenant de la Europa medieval: ambos eran considerados no-muertos, cadáveres reanimados que merodeaban en las cercanías de tumbas y cementerios, alimentándose de los vivos y aterrorizando a la comunidad. Los vampiros de Stake Land perecerían así más cercanos al zombie concebido por George A. Romero en Night of the Living Dead (1968) —a su vez una adaptación libre de Soy Leyenda, de Richard Matheson—, otro monstruo hoy muy en boga y de cuya popularidad dan cuenta filmes como Zombieland (2009), el remake the Dawn of the Dead (2004) o la exitosa serie The Walking Dead.

Y sin embargo, como argumenta Roger Ebert en su crítica de la cinta, los vampiros de Stake Land son acaso el MacGuffin de la película, un mero recurso argumental necesario para mantener la trama en movimiento. En esta tierra de nadie —al igual que en cualquier película de zombies que se precie de serlo—, el verdadero monstruo es el hombre mismo, así como las instituciones que éste ha creado para legitimar el poder que ejerce sobre otros. Una crítica a la ultraderecha religiosa en los Estados Unidos, la milicia fundamentalista conocida como La Hermandad tiene en su líder, Jebedia Loven (Michael Cerveris) al auténtico villano de la película, un fanático que ve en la plaga vampírica ya no el proverbial castigo de Dios, sino la excusa para mantener el control sobre esta nación dividida por el miedo al otro, y dispuesta a rendir sus libertades más básicas en aras de una supuesta seguridad.

Ya lo dijo Guillermo del Toro: por cualquier lugar que empieces, el vampiro es bueno. Ya sea como proyección de los miedos y deseos de una juventud que encuentra en la abstinencia un refugio frente al desamor, a embarazos no deseados y enfermedades de transmisión sexual —el caso de Twilight— , o como expresión de conflictos económicos, políticos o sociales, el vampiro habrá de seguir constituyendo el reflejo de la sociedad que lo ha engendrado… aunque esta no termine de encontrarse en ese espejo.

—Antonio Camarillo

SITGES Dia 02: De lo esoterico a la realidad

El cine de terror hecho en España ha dado mucho de qué hablar en los últimos años. De las películas de Guillermo del Toro producidas en la península —tanto las dirigidas por él mismo, El espinazo del diablo y El laberinto del fauno, como El orfanato o Los ojos de Julia— a cintas tan populares entre los aficionados al género como [REC], muchos de los mejores referentes del cine de género actual provienen de aquellos lares.

De alguna manera, una cinta como Intruders (Juan Carlos Fresnadillo, 2011) forma parte de esta tendencia. Nacido en Tenerife, Fresnadillo habría de darse a conocer con Esposados (1996), cortometraje nominado al Óscar y cuyo éxito lo llevaría a filmar Intactos (2001) —su debut en el largo— y, posteriormente, 28 Weeks Later (2007), secuela patrocinada por el propio Danny Boyle y que significaría su entrada al cine anglosajón. Con Intruders, cinta estelarizada por un ecléctico reparto que incluye lo mismo a Clive Owen que al actor español Daniel Brühl, el protagonista de Eva (2011), Fresnadillo parecería tratar de conciliar lo aprendido en el cine de Hollywood con sus raíces, y con sus obsesiones más personales: la historia de John (Owen) y su hija Mia (Ella Purnell), quien ha quedado imposibilitada para hablar tras convertirse en víctima de los ataques de una misteriosa entidad encapuchada conocida como Hollowface, hace eco no sólo de los más socorridos miedos de la niñez —el coco, o el monstruo del clóset—, sino que encarna también, en el semblante vacío de Hollowface, ese miedo a lo desconocido, a esos temores sin forma que constituyen la esencia y razón de ser del género.

Clive Owen en Intruders

El drama de John y su familia tiene su propio eco dentro de la película en la historia de Juan, un niño español que es visitado también por Hollowface y a quien ni la asistencia de un sacerdote ni la preocupación de su madre parecen poder ayudar. Es en este juego entre uno y otro niño en donde Fresnadillo, sin dejar de ser consciente de estar haciendo un filme de género, se permite no sólo rodar en su país natal, sino también iniciar una exploración personal que lo llevaría, en palabras del propio realizador, a confrontar su relación con sus padres y su propia niñez. «Creo que Hollywood desde el inicio, desde sus raíces, está buscando permanentemente ideas de fuera,» me dijo Fresnadillo tras la proyección de Intruders en SITGES. «Porque evidentemente las ideas se agotan, sobre todo cuando viven en un mundo tan cerrado como es aquél. Desde el principio, los cineastas europeos hemos ido a los Estados Unidos a hacer carrera, porque ellos están abiertos a conseguir un material nuevo, un material exportable y un material que básicamente genere industria».

Juna Carlos Fresnadillo y Nicolás Casariego

De esta manera, Fresnadillo se une al grupo de cineastas que, como Alejandro Amenábar o el propio del Toro, han llevado a Hollywood sus muy personales y particulares formas de ver el mundo. «Yo creo que hay toda una generación de cineastas latinos que está entroncando con esa demanda, con esa necesidad de Hollywood de estar abierto a nuevas ideas —concluye Fresnadillo—, y de alguna forma también conseguir que el cine de entretenimiento siga perviviendo con cierta personalidad».

Así, y al igual que habría de ocurrir con propuestas como La mujer del eternauta (Adán Aliaga, 2010) —un documental sobre la desaparición durante la dictadura militar argentina de Héctor Germán Oesterheld, guionista de la obra cumbre del cómic argentino, ‘El Eternauta’— o The Caller (Matthew Parkhill, 2011), thriller psicológico producido, por cuestiones de presupuesto, en Puerto Rico, quizás el mayor placer de un festival como SITGES sea, justamente, el de poder descubrir a los futuros astros de Hollywood antes que ellos mismos.